Las radiaciones de origen natural, por lo general poco intensas, se considera que tienen escasa capacidad para alterar la estructura de un alimento. El aumento de radiaciones de origen antropogénico, sin embargo, está llevando a los expertos a incorporarlas a sus campos de estudio para determinar hasta qué punto pueden ser nocivas. El problema es que de la contaminación radiactiva en alimentos aún se conoce poco.
El ser humano está expuesto continuamente a radiación procedente de numerosas fuentes, tanto naturales como artificiales. El Consejo de Seguridad Nuclear (CSN) ha estimado que alrededor de un 70% de la exposición media total a la radiación por parte de la población se debe a radiación natural, cuyas fuentes pueden dividirse en externas e internas. Entre las externas destacan la radiación provocada por los rayos cósmicos y los rayos gamma emitidos por los materiales radiactivos naturales existentes en la tierra y gases como el Radón.
La radiación recibida por vías internas depende de los alimentos y bebidas que consumimos (un 8,7% del total recibidos según los estudios realizados, más de la mitad alrededor de un 60% corresponde al Potasio 40, componente natural de los mismos) y del hábitat de cada individuo.
En cuanto a las fuentes artificiales, destacan los usos médicos, ciertos hábitos de vida (como viajes en avión), actividades industriales que implican utilización de radiaciones ionizantes, las pruebas nucleares y la industria nuclear. Los estudios realizados hasta el momento demuestran cómo la población media de España está expuesta a niveles de radiación muy por debajo de los límites de seguridad.
La entrada de los radionucleidos a los alimentos se produce inicialmente por adsorción desde el suelo o por su deposición en las plantas desde la atmósfera. Posteriormente, pueden incorporarse a las personas por consumo directo de estos vegetales o bien de animales o sus derivados, como la leche, que han sido alimentados con pastos o piensos contaminados. Es lo que se denomina cadena de radiocontaminación. Aunque la dosis ingerida sea muy baja, la contaminación radiactiva tiene alto interés toxicológico debido a que el cuerpo humano no tiene mecanismos de descontaminación. Además, algunos radionucleidos poseen afinidad por ciertos tejidos por lo que se acumulan progresivamente en ellos.
Algunos elementos radiactivos se desintegran en periodos relativamente cortos, por lo que suponen un peligro en casos puntuales de accidentes, mientras que otros de vida media o larga pueden permanecer en el entorno largos periodos de tiempo, convirtiéndose en contaminantes permanentes. Exposiciones intensas o continuadas a radiactividad se relacionan con el desarrollo de enfermedades degenerativas celulares como el cáncer. El objetivo de la vigilancia de radionucleidos a través del estudio de la dieta es disponer de datos sobre su ingesta real a lo largo del tiempo, y contar con una herramienta que facilite la evaluación de riesgos en situaciones particulares.
La radiación recibida por vías internas depende de los alimentos y bebidas que consumimos (un 8,7% del total recibidos según los estudios realizados, más de la mitad alrededor de un 60% corresponde al Potasio 40, componente natural de los mismos) y del hábitat de cada individuo.
En cuanto a las fuentes artificiales, destacan los usos médicos, ciertos hábitos de vida (como viajes en avión), actividades industriales que implican utilización de radiaciones ionizantes, las pruebas nucleares y la industria nuclear. Los estudios realizados hasta el momento demuestran cómo la población media de España está expuesta a niveles de radiación muy por debajo de los límites de seguridad.
La entrada de los radionucleidos a los alimentos se produce inicialmente por adsorción desde el suelo o por su deposición en las plantas desde la atmósfera. Posteriormente, pueden incorporarse a las personas por consumo directo de estos vegetales o bien de animales o sus derivados, como la leche, que han sido alimentados con pastos o piensos contaminados. Es lo que se denomina cadena de radiocontaminación. Aunque la dosis ingerida sea muy baja, la contaminación radiactiva tiene alto interés toxicológico debido a que el cuerpo humano no tiene mecanismos de descontaminación. Además, algunos radionucleidos poseen afinidad por ciertos tejidos por lo que se acumulan progresivamente en ellos.
Algunos elementos radiactivos se desintegran en periodos relativamente cortos, por lo que suponen un peligro en casos puntuales de accidentes, mientras que otros de vida media o larga pueden permanecer en el entorno largos periodos de tiempo, convirtiéndose en contaminantes permanentes. Exposiciones intensas o continuadas a radiactividad se relacionan con el desarrollo de enfermedades degenerativas celulares como el cáncer. El objetivo de la vigilancia de radionucleidos a través del estudio de la dieta es disponer de datos sobre su ingesta real a lo largo del tiempo, y contar con una herramienta que facilite la evaluación de riesgos en situaciones particulares.
Aporte: Cristián López.
Fuente: http://www.consumaseguridad.com/
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